Miranda
Miranda todavía no ha tomado una decisión. Apoyada en el marco de la ventana del antiguo departamento del primer piso, mira hacia la calle mientras fuma un cigarrillo, que, según le había dicho a Urco alguna vez cuando intentó convencerla de que abandonara el hábito, la relajaba y le permitía concentrarse.
El gesto de su cuerpo entero, el brazo doblado con la mano sosteniendo su cabeza y el otro extendido hacia el vacío, palma arriba y el cigarrillo entre sus dedos que echaba círculos de humo, parecía confirmar su argumento. Así como la mirada perdida, el ceño fruncido y la brasa que se acercaba hacia la piel de sus dedos, mientras la ceniza, larga y endeble, estaba a punto de encontrar su último destino.
Decía que era un compañero, alguien que había estado ahí desde que tenía memoria, desde los días en que lo había conocido, siempre en su mano. Fiel. En cada momento, en días de soledad; en las noches de excesos; en las mañanas cálidas o frías. En cada foto que habita la caja de zapatillas donde guarda su historia, tan breve que un treintaiseis y medio es suficiente espacio para todos esos instantes, esos detalles que son una parcialidad de la historia. Un sólo fotograma de una película que no se cuenta completa.
Siempre supo que una fotografía no es más que una mentira en 10×15, donde el sujeto aparece riendo a felicidad plena pero que no cuenta cuál es la foto anterior ni la que siguió a la instantánea. Cualquiera puede reír entre dos cachetadas. Podemos abrazarnos en una tregua de la contienda. Poner cara de loco justo antes de cerrar la puerta de un golpe y desaparcer.
La noche cae rápidamente en agosto; el rocío humedece su cara y las luces de la calle dan las primeras señales del final del día. Detrás de ella, el reloj inmutable es testigo del tiempo que pasó en ese estado. Había entrado por la puerta y notó el desorden en la penumbra de la sala; caminó hasta el escritorio y leyó con dificultad la nota impiadosa. Volvió a dejarla, sacó el paquete de la cartera que aún llevaba colgada del hombro y encendió su último cigarro. Se refugió en la ventana que era casi como no estar ahí –una frontera entre el adentro y todo lo demás– y repasó cada línea de aquella nota, una y otra vez tratando de escuchar la intención y el tono de Urco a medida que repetía las palabras en su cabeza. Sabía muy bien que si lo hacía con su propia voz, sus pausas y sus acentos, sus recuerdos, la rutina, la ropa tirada, las llegadas tarde, el vacío de su compañía, la copa rota, el último portazo, escucharía algo muy diferente. Quiso quitarle su color del cristal, despojarla de la ropa de sus muñecas. Trató de leerla como si fuera para otro. Como si la hubiera encontrado en un libro. Pero no dejaba de hacer gestos con la cabeza, moviendo las cejas y los ojos, haciendo la mímica de esas palabras con sus labios, como cuando se lee una historia poniendo cara y personalidad a los personajes; odiando a uno y haciéndose cómplice de otro, sintiendo lástima o creyéndose atacado. Así la leyó, así la vivió hasta enojarse con el protagonista que decía lo que ella creyó escuchar.
No era la primera vez que Urco le dejaba una nota, o le enviaba algún tipo de mensaje, y usualmente terminaba con una posdata que decía: ¡Leéme a mí!
Esta vez no pudo.
Cuando finalmente se quemó los dedos, dejó caer lo que quedaba del cigarrillo en un gesto invountario. Se volvió hacia la total oscuridad de la sala, y a tientas, se metió en el baño a secarse la cara empapada por el rocío. Encendió la luz y se miró en el espejo por unos segundos. Luego, repasó con la mirada cada uno de los artículos que hacían su intimidad diaria: los cepillos de dientes y la pasta apretada inescrupulosamente por el medio, la crema de afeitar, el desodorante; ellos dos representados en potes y frascos de distintas formas, tan parecidos a sus momentos. Con su mano corrió la cortina de baño hacia un lado y la sostuvo, dejando que la luz entrara en la bañera para indagar en cada rincón, cada pelo allí olvidado en el jabón pastoso de 4 pesos.
Soltó la cortina que volvió a tensarse en su posición natural y quedó inmóvil frente a ella durante un tiempo. El mundo entero, su entero mundo, era en ese momento un puñado de flores dibujadas en el nylon percudido de la cortina. Dio media vuelta rápidamente para salir del sopor en el que se había sumergido, bajó la tapa del inodoro, apagó la luz y salió del baño. Cruzó la sala y se metió en el cuarto, se sentó en la cama con la mirada clavada en el placard abierto que mostraba el desorden de siempre, pura pasión en la media enredada con una manga de la camisa y la bombacha azul asomando entre dos remeras que usaban para dormir. Se echó hacia atrás y miró el techo, sintiendo en todo su cuerpo el abrazo del breve perfume que dejan cada mañana. Ese olor compartido, esa alquimia que los define. Sabe que tiene que tomar una decisión, que no tiene mucho tiempo, que Urco no tardaría en llegar. Que no sabe si enfrentarlo, que tiene miedo, que se siente indefensa. Que la nota que le había dejado cambió todo. Salió esa mañana de su casa siendo Miranda y ahora no sabía quién era. O sí, claro que sí. Era Miranda, esa a la que creyó ocultar todo el tiempo pensando que nadie podía descubrirla. Esa que engañaba a Urco, al encargado del edificio donde vivían, a la que vende puchos en la otra cuadra, al taxista, siempre distinto, que le hablaba cómplice de todo lo que podría cambiar si fuéramos auténticos; siempre con la satisfacción íntima de andar por la vida sin mostrar quién era en realidad. Hasta hoy. Urco la había descubierto en las pocas líneas de aquella nota.
El techo que había sido blanco, mostraba ahora signos de humedades propias y ajenas, y en esos dibujos caprichosos se perdió largamente, buscando rostros dantescos, bestias del purgatorio, escenas que El Bosco hubiera imaginado. Así por un lapso indefinido durante el que sintió fascinación y vergüenza: finalmente alguien más supo quien era. Sumado al hecho de que ya no tenía cigarrillos, nada era más parecido al infierno en ese momento y perderse en ese purgatorio le daba una cuota de esperanza de la que no quería volver.
Por fin se durmió. La mueca de su rostro la mostraba como un capricho más de ese paisaje en el que había entrado.
Agosto, 2019