Relato

Mood

Las horas del día tienen su mood, su estado anímico, como dice la traducción literal, pero mood me suena tan concreta para lo que quiero decir que me es difícil evitar ese anglicismo que nos supimos apropiar. Son más bien los momentos del día, no tanto las horas en sí. Las noches, por ejemplo, son melancólicas, bajan los recuerdos, las palabras pendientes, los anhelos incumplidos y el vino que se hace cargo de poner todo en duda. Las tardecitas tienen la amabilidad de lo cotidiano e impostergable, el plan de cena, el aperitivo obligado y el recuento de la jornada. Después del almuerzo, se puede sentir la ansiedad del medio vaso lleno, de que si llegamos hasta acá, lo que falta ya es nada; amodorrados de estómago hinchado se puede prever que ahí nomás otro día se va a completar.

¡Ah, pero las mañanas! Las mañanas son enérgicas, los ojos se abren de nuevo, la luz entra por la ventana como un regalo y saltamos de la cama directo a los zapatos para que el mundo tenga sentido otra vez. Hoy, que es domingo, lo mismo, que vengan de a uno, y en ese de a uno me propuse ordenar el cuartito del fondo, donde no voy nunca, donde se apilan proyectos desordenados. El depósito de olvidos. Me hice un mate y encaré con entusiasmo la reconquista.

La puerta de madera, es vieja y está desvencijada, cuesta abrirla; el chillido de las bisagras da cuenta de su descuido. Adentro está oscuro, algunas telarañas cuelgan del techo y hay que empujar cosas que impiden el paso. En el impreciso momento en que corro una de las cajas, una pesada escalera cae sobre la puerta cerrándola de golpe y quedo atrapado. La empujo hacia afuera y no se abre. Algo asoma por detrás de un armario, es una bestia horrible y amenazante; comienzo a temblar, estoy aterrado. Casi en un susurro intento pedir ayuda y golpeo levemente las paredes para que alguien me escuche. La bestia no se mueve pero no deja de mirarme y hace un sutil movimiento en dirección a donde estoy parado. Creo que es el fin, no sé si voy a salir de esta, a pesar de que es una mañana más, donde todo puede conquistarse. De inmediato recordé la mirada dulce de Emma cuando me estaba levantando tan temprano ese día. Extrañé el mate que había dejado apoyado sobre una mesita afuera, ese mate y todos los mates, el agua bien caliente y el sabor tan amargo. Mi vieja cebando en la galería mientras me explicaba de qué va la vida y pensaba en el sigilo de Milo cuando entró con los zapatos en la mano a las seis de la mañana y sorprendido me encontró calentando el agua y me decía, que bien la pasé, viejo. Dale, andá a acostarte que no podés más y yo sabía que él ya sabía de qué va la vida. Entonces, la mañana en que me lo dejaron en los brazos, chiquito y mojado, y no dejaba de mirarlo, y como era de mañana entendí que todo era posible, como cuando me recibí y Emma me abrazaba entre huevo y harina y decidimos irnos a vivir lejos para ver el cielo de cerca. Tan cerca como los amigos en los desvelos de la juventud tratando de explicarnos de qué estamos hechos y la duda eterna de no saber e intentar reconocerse en el otro, de buscar identidad por semejanza. Imaginar proyectos imposibles, donde la única razón es lo imposible.

Insistir, como insiste la bestia esa que va tomando confianza, que se acerca lentamente con la certeza de que el juego está por terminar. Y mis ojos se humedecen, y me cuesta darme cuenta que el que me tiene en brazos es mi papá, que algún día me voy a parecer a él y haré cualquier cosa para que no sea así o no se note. Cuesta respirar, todo es una amenaza, pero es de mañana, ese mood donde soy invencible y empiezo a gritar fuerte a puro llanto, para confirmar que aquí estoy. Milo, que no sabía que yo podía llorar, menos aún gritar de ese modo aterrador y sobre todo con cierto fastidio por no poder dormir con el alboroto, levantó su humanidad desarmada y fue hasta el cuartito del fondo. Vio la escalera que franqueaba la puerta y entendió todo. La empujó, abrió la puerta y me dijo: che, hay que fumigar, está lleno de cucarachas acá.

Julio, 2020

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