No fue la lluvia
Ese día, estabas afuera, en una de las mesas de la vereda. Adentro, yo leía en el salón, porque nunca me gustó el frío aunque tuviera ganas de fumar; me frotaba las manos que no entran en calor y el mozo, flaco y alto con vozarrón áspero decía que en cualquier momento se viene la lluvia, que este viento lleva tormenta y las hojas sobre tu mesa se desordenan, no están numeradas y se amontonan de cualquier manera. Seguís escribiendo; la catorce quedó arriba del resto, la veinticinco voló y es inalcanzable o tampoco la querés ir a buscar. La mirás mientras te subís el cuello del saco grueso de lana, apoyando el codo sobre la pila de papeles y la pluma mordida en la boca. Me río, con la taza de chocolate caliente entre las manos y el estruendo en el cielo que anuncia lo inevitable. Caen en diagonal gotas pesadas empujadas por la furia del viento del que ya te hablé. Y nadie te mueve de ahí, anclado en tu mesa ves cómo el agua salpica dentro de la taza de café como en una palangana de barrio. El pelo se derrama y se pega a tu cara, la tinta en letras sobre el papel se desliza en gotas azules hacia los extremos y la historia se diluye, cambia de sentido, sigue otras reglas. Ya casi no puedo ver nada detrás de esa cortina de agua, sólo adivino la silueta de los que pasan rápido, para mojarse menos ¿si voy rápido me mojo menos? Y me voy al baño pensando en eso, me miro al espejo, me emociona saber que la lluvia trae lo imprevisto y pasa un taxi muy cerca, sus ruedas atravesando el gran charco que inunda el cordón y la ola que arrecia la vereda y vos ahí, saliendo del revolcón, con cara de haber tragado arena, como cuando vas a la playa. Te levantás de golpe y sacudís tu ropa como si importara. Como si esas hojas volvieran a encontrar en su orden original con ese gesto y así como están, juntas tus cosas bajo el brazo, empujás con suavidad una de las puertas vaivén y le das al flaco el dinero del café que te dice en su áspero vozarron: el agua es cortesía de la casa, pibe. Y lo mirás sonriendo, porque sabés que el flaco es parte de la historia, porque lo describiste en la página treinta y dos y ahora casi no se puede leer su nombre. Pero qué importa si te vas a ir corriendo, para llegar a tiempo a otra mesa y vas a volver a hablar de él, pero esta vez en otra página, el flaco, de vozarrón áspero, que un día te contó que fuma cigarrillos negros desde muy chico. Que por eso tiene esa voz. Que leía historias en una radio de su pueblo hasta que se vino para acá y terminó sirviendo cafés en días sin nombre.
Y sentada en el baño también hace frío y sigo pensando si será mejor correr para mojarme menos cuando salga del bar, o si voy detenerme al lado de tu mesa y mirarte empapado para decirte que porqué no entrás. O porqué no nos vamos juntos, que hoy sale el último tren. Vuelvo al espejo para recordar que soy yo y se abre la puerta. En el reflejo se ve a una mujer que me ignora por completo cuando entra, porque si las historias no están en la misma página no se conocen. Entonces salgo, voy hasta mi mesa a buscar mis cosas y ver cuánto dice el ticket que me dejó el flaco cuando trajo el submarino caliente. Y busco plata suelta de mi cartera, saco los billetes de a uno y los estiro; levanto la cabeza y ya no te veo, tampoco llueve. Cuando llego a lo que suma la cuenta, dejo el dinero debajo de la taza, le hago una seña al flaco: acá te dejo y salgo a la puerta. Sobre la mesita que dejaste para escapar de la lluvia, una de las hojas que escribiste quedó adherida a la superficie por el agua que pasó sobre ella. Es la página veintiocho, un borrón acuarelado de tinta azul y gotones de café. En esa mata de texto casi ilegible, sobre el final un párrafo comienza con mi nombre. Hoy, cuando me levanté, me acordé de ese día.
Julio, 2020
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