Relato

Peltre

Siempre es otro. Con el paso del tiempo, cada vez otro y fueron muchos. En el día a día siempre es otro también. Como dijo Heráclito, nadie apoya el cigarro dos veces en el mismo cenicero o se baña en el mismo río, que es casi lo mismo.

Desde que me acuerdo siempre hay uno cerca, a una distancia suficiente como para que no haya que estirar el brazo demasiado, ni para voltearlo en un movimiento descuidado. Aunque esto último también ha pasado muchas veces, entonces, el desparramo, las colillas tiradas por todos lados y la ceniza incontrolable cubriendo el piso. Y si era de vidrio o cerámica, la tragedia de recoger las esquirlas de diversos tamaños y que nadie vaya en patas hasta que hayamos levantado todos los pedacitos filosos, que con esta luz no se ve nada y puede quedar alguno por ahí.

Por eso los de vidrio —que son los que más me gustan porque no toman olor, son fáciles de limpiar y no quedan rastros de ceniza pegoteada después de un buen lavado— los disfruto en los bares o espero conseguir alguno bien pesado, de esos que no se mueven tan fácilmente y que por otra parte sirven de adorno para la mesita ratona. Pero hasta que llegue una gema de ese estilo, que además suele ser muy cara, he optado por los de metal o unos tallados en madera, artesanales, muy monos que hizo mi ex mujer y que aún conservo. Me traen el recuerdo de aquel momento en que los talló, la complicidad en una tarea en la que yo la había iniciado. La entrega de hacer para mi un artefacto que era parte de un hábito que odiaba visceralmente. Y aun así llegaba de la mano de los chicos en algún día del padre. Quedan bien sobre la mesa, son agradables a la vista, pero acumulan vestigios que no se diluyen con el repaso liviano de una esponjita. Se queman con el fuego de la brasa que deja huellas permanentes e indelebles; por eso también me recuerda a nosotros. Es un objeto vivo, una pieza que construye historia que no se detiene aunque deje de usarlo. Todavía andan por ahí, son dos, y de tanto en tanto apago un cigarrillo en uno de ellos, como para que no se detenga el recuerdo.

Ahora, sobre el escritorio tengo uno de metal, algo parecido al peltre, si es que existe ese metal. Es de forma cuadrada, tiene cuatro hendiduras en sus vértices del largo ideal para sostener el cigarrillo sin necesidad de que haya que buscar el punto justo de equilibrio. Es frío, y ese hecho es vital porque no permite una relación demasiado cercana pero no se rompe al caer. Varias veces se desparramó por el piso y más allá del enchastre del que hablamos, él sigue inalterable. Tiene la dureza suficiente como para que no se abolle siquiera, y lavarlo es un verdadero placer. No quedan rastros si uno se pone obsesivo. El metal es grisáceo y satinado; no desentona con los objetos que lo rodean, cosa que para mí es muy importante. Es estéticamente correcto y no me recuerda a nadie. Ni siquiera logro recordar como llegó a ser parte de mis días.

Aquí es donde paso la mayor parte del tiempo y cuando llego a la mañana, lo primero que hago es vaciarlo en el tacho, casi una ceremonia que da inicio a la jornada, incluso antes de calentar el agua para el mate.

Me siento, lo acomodo a la distancia ideal a mi derecha, prendo un cigarrillo y después de la primer calada, lo apoyo ahí. Y aunque no hay ninguna evidencia, él sabe que no soy el mismo de ayer.

Julio, 2020

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