Relato

La Colombiana

Una vez me pregunté si muchas de las cosas que hago todos los día son rituales o hábitos. Me pregunté también si esos actos son los que me definen, los que me me ubican en el momento histórico en el que estoy ahora. Si yo, tal como soy o tal como discurren las horas de mis días, ese yo, está moldeado por la construcción inconsciente de esos hitos entre una hacer y el siguiente. Porque de algo me di cuenta y es el hecho de que estas prácticas son preparación o epílogo de una tarea determinada. Entonces comencé a hacer una lista de algunos que pude reconocer de inmediato.

Estaba sentado en la mesa de un bar al que siempre voy a tomar un café corto y bien negro, un rato antes de entrar a terapia. Todos los miércoles, desde hace veinte años, cuatro menos cuarto me siento en la mesa pegada a la ventana, el mozo, que no ha sido el mismo todos estos años, me hace una seña desde lejos, acodado en la barra, para confirmar que voy a tomar el café negro de siempre. Claro, pensé, esto es un ritual… ¿o es un hábito? El hecho es que me sentaba en esa mesa a repasar la semana, a identificar las crisis de los siete días que pasaron desde la sesión anterior, para llevarlas al diván. ¿Sino para que voy? Si todo está bien, me quedo en casa. Como sea, y sin estar seguro de a cuál de las dos categorías pertenecía, pero convencido de que se trataba de algo de eso, la anoté primera en la lista. Con esta revelación, siguieron otras y me entusiasmé. Seguí anotando: el pucho que enciendo al subir al auto y el minuto que espero antes de ponerlo en marcha. Las especias que uso para condimentar cuando cocino y en qué momento las echo a la sartén. La forma de cortar las cebollas. La forma de poner la alarma: cinco horarios separados por quince minutos cada uno. Cómo preparo el mate, la temperatura del agua, la cantidad de yerba puesta inclinada hacia un costado, el primer chorrito… no quise describirlo completo en mi lista, ya sabía de qué se trataba y me iba a entender cuando lo leyera de nuevo. Así, muchas otras se amontonaban en la punta de la birome peleando por ser escritas una antes que otra. Cuando alcé la cabeza para tomar un respiro, noté que el mozo me miraba extrañado; detrás de él, sobre la pared, el antiguo reloj con la imagen de “La Colombiana” marcaba las cuatro y diez. Guardé la lista incipiente, dejé un par de billetes debajo de la tacita vacía y salí sin saludar; apuré el paso durante las dos cuadras que me separaban del consultorio, para que el retraso fuera aceptable, hasta para mí. En esa carrera, caí en la cuenta que la lista no me había dejado espacio para hacer el resumen de las crisis que pensaba resolver hoy. Me preocupó sentarme frente a él tan desarmado.

Me saludó cuando abrió la puerta, me hizo pasar y me pidió que me sentara. Lo que hacemos siempre. Él, rodeó el escritorio y se sentó en su sillón acolchado y de respaldo alto.

—¿Cómo fue esa semana?— me dijo, tomando la lapicera con ambas manos por las puntas y reclinando su cuerpo sobre el respaldo.

Levanté la cabeza y miré fijamente, como atravesándolo, hacia un punto fijo y lejano. Traté de repasar muy rápido los eventos de esos días, pero no podía darles entidad de crisis. Nada me preocupaba en ese momento y me sentía vacío. Ni siquiera podía recordar alguno de los ítems de la lista que había escrito hacía apenas unos minutos. Se me cerró la garganta, me costaba respirar y un calor intenso recorría mi cuerpo. Unas tímidas lágrimas comenzaron a humedecer mis ojos, mi cara, hasta llegar a la lista que había hecho y esperaba en el bolsillo de mi camisa.

Noviembre, 2020

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