De la costumbre
Trabajo sentado a una mesa, en una habitación en la parte de atrás de un lugar. Al costado, lindero con el vecino de la izquierda, pero en el techo, hay unas turbinas o algún tipo de motor que está prendido cuando llego y creo que alguien lo apaga bastante más tarde de la hora en que me voy. No sé muy bien qué función cumple, pero no me preocupa, lo mío son las cuentas. Todo el día ahí sentado haciendo cuentas. De tanto en tanto se asoma Eva a la puerta para preguntar algo. Se sostiene del picaporte, mete medio cuerpo hacia adentro, dice lo suyo, le respondo, sale y cierra de un portazo. Es lo único que se escucha durante las horas que paso ahí sentado. El resto es silencio absoluto. Y tanto que en general siento que estoy solo. He llegado a pensar que Eva no existe y sólo es un recurso de mi imaginación para creer que hablo con alguien. Cuando entro por las mañanas todavía no hay nadie trabajando y cuando me voy, por alguna extraña razón, tampoco veo a nadie, a pesar de que las luces están prendidas, en el mostrador humea una taza de café recién servido y la cartera de Eva cuelga del perchero, cerca de la entrada.
Una tarde, en marzo, había estado haciendo una cuenta enterna. Un pila de hojas llenas de números a dos columnas iban quedando sobre la mesa a un costado; chequeaba dos veces cada una y les hacía un tilde en color verde antes de pasar a la siguiente, para confirmar que hasta ese punto todo estaba correcto. Tracé la última línea para escribir debajo el resultado final y dio cero. Solté el lápiz y me recliné en la silla; los brazos sobre la falda, la mirada ausente. Algo estaba mal en ese resultado.
Como otras tantas veces, Eva abrió la puerta pero esta vez no dijo nada. La miré y le hice una seña para que entrara. Se sentó en la silla al otro lado del escritorio y empezamos a hablar. Conocía poco a Eva, pero siempre hubo una sonrisa entre nosotros en sus apariciones breves traslapuerta. Nunca quedó claro porque ella no terminaba de pasar y hablabla desde ahí, a medio cuerpo. Tal vez un respeto desmesurado o mi sonrisa inicial que era tímida y poco amable como para invitarla a entrar. Creo que hoy es la primera vez que veo sus pies.
Es alta y grácil. Yo seguía siendo para ella el hombre sin piernas.
Hablamos mucho.
Hablamos del camino de regreso,
de los números muertos,
de los días dormidos.
De las tentaciones y la conducta,
de la tristeza en las mañanas,
de la pérdida del sol,
del abrazo nocturno,
el grillo y los mosquitos.
Hablamos de la mitad de la cama y el vaso de agua,
de la almohada hundida.
Del desvelo y el pájaro en la rama
De las colillas amontonadas y
las cicatrices con relieve.
Hablamos también de los domingos,
De las pelusas en los rincones,
Y de cuando el hombre llegó a la luna.
De la contemplación y el mate caliente;
de la musiquita del afilador,
la siesta caliente y el vermut.
Del espejo negro, los tics azules,
del modo avión.
De la mirada perdida, del scroll infinito.
Hablamos de los árboles que no plantamos,
de los libros que no leímos
y de las palabras.
Hablamos mucho.
Fue un hilo continuo en el que nos encadenábamos en el decir sin que nada nos pareciera extraño. Una verborragia mutua que parecía indispensable y pendiente.
Debía ser muy tarde porque en algún momento el ruido de la turbina que está en el techo se detuvo. Nosotros también dejamos de hablar. El silencio ahora era real por primera vez.
Eva pensó en el café que había dejado sobre el mostrador y que ya debería estar frío. Se levantó, hizo un gesto con la cabeza y se fue.
Me quedé buscando el error en las hojas donde hice la cuenta. Había comprendido porqué el resultado no podía dar cero.
Diciembre, 2020
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