Relato

El jardín perdido

Llegó al jardín una tarde de verano. Era un día de treintaiún grados de temperatura. Hay quienes dicen que eso es calor, pero a ella no le importaban los números, se guiaba siempre por lo que sentía, pero no podía hablar de eso. Ya no se podía hablar de sensaciones; ningún sustantivo podía ser abstracto. Entonces el jardín y el calor insoportable, o mejor dicho esos treintaiún grados que ella no llegaba a percibir como una molestia. Allí se quedó a vivir, pasaron días y noches en los que crecían frutos en los árboles y de ellos se alimentaba, caminaba entre los insectos que poblaban el suelo verde, animales y aves inofensivas pasaron a visitarla. Aunque decir inofensivos no es del todo cierto: las lombrices del lugar, cada vez que veían un ave sobrevolando la zona gritaban aterradas, buscaban de todas maneras formas de avisarle a que las espantara, mientras ella las recibía en su mano abierta. Jamás llegó a enterarse que esos bichos entraban en pánico ante esta escena de póster. La joven sosteniendo un ave en su brazo mientras la acaricia con la otra mano. Luego ver cómo sale volando hacia el nido para alimentar a sus crías llevando en su pico un puñado de lombrices descontroladas por el miedo.

Cuando se acercaba el otoño, algunas partes del suelo se fueron endureciendo y rápidamente comenzaron a tomar altura. Dicho esto en los tiempos de su desconcierto. Ver crecer cuatro paredes en poco más de quince días le resultaba algo bastante sorpresivo e inusual. ¡Ninguna pared crece tan rápido! Decía a quien quisisera escucharla. Pero nadie estaba cerca como para darle una confirmación de que estaba sucediendo con la rapidez que ella enunciaba. A este evento, se sumó la aparición de un techo, que se apoyaba en esas cuatro paredes que ya tenían la altura de una casa. No es muy preciso decirlo así. Las casas por estos días tienen una altura de unos dos metros cincuenta y esa era la altura que tomaron esas paredes, una de ellas con un agujero rectangular en el medio, de cara al este. El sol entraba por las mañanas y ella no hacía otra cosa que sonreír al levantarse. Tal vez era feliz, pero es difícil decirlo. Sin embargo algo cambió en su rostro el día que aparecieron unas cortinas que tapaban ese agujero, pero en poco tiempo se acostumbró a correrlas hacia los costados ni bien se levantaba.

El invierno la sorprendió con dos silloncitos tapizados, muy parecidos a unos que había visto cuando era una niña. Se sentaba en ellos, alternando uno y otro según el humor del día. ¿Qué decir del humor? lo que ella sentía, que es difícil de explicar así sin dar ejemplos. Lo dejaremos ahí por ahora. El frío era cada vez más crudo con el pasar de los días, que no fueron muchos hasta que un radiador de los de antes, apareció debajo de la ventana, ese hueco que dijimos que había en la pared este. No sólo apareció, sino que al acercar las manos se sentía una temperatura que ayudaba a contrarrestar la otra que venía por estación y en su rostro se vio una sonrisa de satisfacción. Pasaba las horas acurrucada al lado de este cacharro, pero se aburría. Lo último en crecer fue una mesa con un televisor sobre ella, un cuadro, un empapelado que comenzaba a cubrir los muros y varios trastos más. Se sorprendió en primavera cuando los pájaros no volvieron a visitarla.

Noviembre 2021

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