Francine
La noche no fue lo que esperaba. Ya el último té, antes de irme a acostar, estaba tibio y muy armargo. Suelo poner en un jarro un litro de agua y las hebras suficientes, lo caliento durante el día cada vez que quiero tomar un poco, así que al final de la jornada eso es un concentrado que desafía a las gargantas más tolerantes. Cuando terminó la película de mierda que estaba viendo, arrogante y eterna, me fui a acostar; algo me impide dejar las cosas por la mitad, no sé si es neurosis o fe y con las películas me pasa lo mismo. Pienso: alguien que tuvo todo ese presupuesto en sus manos, tal cantidad de gente dispuesta a hacer lo que se le indica, una y otra vez si es necesario, luces prendidas, cámaras costosas, rieles, dollies, follow focus, sliders, estabilizadores y grandes mesas con comida a discreción, es porque tiene algo que decir, tarde o temprano algo va a suceder que justifique todo ese despliegue. En esa esperanza íntima transcurro lo que dure la pieza. Y así con tantas cosas, aunque el despliegue no sea tan grotesco y exagerado. Me acosté con ese sabor amargo pero con cierta paz religiosa. Esa noche era calurosa, los mosquitos cortaban el silencio con sus vuelos rasantes a nivel de oreja; no encontraba posición, un rato boca abajo, pero es demasiada superficie corporal en contacto con el colchón como para sostener la postura. Luego de costado, aunque el calor que se genera entre el brazo y el cuerpo es también insoportable. Giré y quedé mirando hacia arriba, noté las sombras monótonas y constantes que provocan las aspas del ventilador de techo cuando se le atraviesa la débil luz que llega desde afuera. No podía terminar de cerrar los ojos por fin. En ese vaivén de sensaciones me di cuenta que Francine, la protagonista de la película que había padecido hasta recién, se parecía mucho a ella. O tal vez no, pero me la trajo al recuerdo y tal vez, todo esa incomodidad era sólo una excusa que me impidiera dormir y sostener su imagen para no perderla de nuevo.
Claro, también tenía el pelo corto y un acento levemente extranjero, como Francine, que había coincidido con él en un vuelo que venía de Europa, a poco de comenzar la película. Usaba anteojos de sol, redondos y grandes, que escondían sus ojos pequeños y agudos. Se paseaba con desenfado y aunque solía escuchar más tiempo del que hablaba, su voz era estridente y hacía notar su presencia. O por lo menos yo la notaba. Me hacían mucha gracia sus expresiones teñidas de fallas sutiles del idioma, sus construcciones inventadas, su cara al reconocer los errores en sus oraciones impulsivas. La veía irse cada tarde con su andar liviano y su presencia etérea y se desvanecía de mi vida hasta el próximo encuentro.
Como Francine, siempre estaba a punto de irse, de abandonar la escena. Mirarla era como sostenerla cerca el mayor tiempo posible y conservar algo suyo para cuando ya no estuviera. Varias veces se acercó a charlar conmigo y me pedía que le explicara ciertas cosas que parecía tener yo muy claras. Mientras le hablaba, no dejaba de mirarme, como una manera de decir “acá estoy”. Pero es todo lo que tengo de ella y no puedo dormir. Sobre el final de la película, Francine se despidió de él en el aeropuerto y siguió su camino de exploración, de nuevas aventuras. Él no dejó de mirarla hasta que desapareció entre la multitud de viajeros y yo quedé tendido en la cama, en una noche calurosa, mirando al techo.
Julio, 2020
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