Relato

Hércules

El arco un día estuvo completo.

Bajo todas las mañana por Pueyrredón, cerca de las 9, con una mano en el bolsillo del pantalón y la otra sosteniendo mi cigarro. Mirando al piso, siempre. Al llegar a Libertador, levanto la cabeza para encontrar con la mirada el momento preciso en el que la marea me deje cruzar ese río de fervor urbano. Es una esquina compleja, plazoletas pequeñas aquí y allá, pasos de cebra que obligan a hacer recorridos más largos para llegar al mismo destino, todo eso que intentamos evitar… los días de mayor fortuna, el movimiento se hace tan fluido como alzar la cabeza, mirar hacia la izquierda, bajarla y seguir. Los otros la espera es lo suficientemente larga como para detener el curso del pensamiento que llevo amasando desde varias cuadras atrás. En cualquier caso, el recorrido desde ahí es siempre el mismo: cruzar la Plaza Dante, girar hacia Austria para llegar a la Facultad de Derecho antes de las 10. Ahí trabajo y es ahí, a esa hora cuando me encuentro con cientos de almas jóvenes, llegando de a tandas anónimas preocupadas por defender la ley algún día. Y de todas ellas, una, la que me impulsa a subir a trancos largos la escalinata de granito hasta llegar a la cima, donde apoyo el hombro en la última columna de la derecha y espero verla llegar. Pequeño el hombre al lado de ese bloque soberano. Todos los días, menos los que no son días de estudio y amor a la distancia.

En el camino, cuando voy por la vereda de la plaza Dante, el sol proyecta las sombras de todo: del tilo de la esquina, del banco casi siempre vacío y el pasto corto haciendo irregular el borde de la vereda. El arquero. Desde hace 15 años voy a Derecho cada mañana, y la sombra del arquero está ahí, después del tilo, después del banco, oscureciendo la vainilla color arena de esa vereda. Lo sé porque su sombra, que en invierno es débil, es lo único que altera la monotonía de mis pasos; reconozco el perfil curvo del arco, la masa de su cuerpo pulsando por arrojar la flecha tan lejos, y aunque sé que se trata de Hércules, me gusta imaginar al personaje de Virgilio que representa el amor. Aunque aquí la flecha se intuye, mi corazón puede ver su recorrido imaginario.

Luego de la pausa apuro el paso en un intento desesperado por llegar antes que esa flecha para ser protagonista del momento. Enciendo otro cigarro al pie de la columna y espero el instante mágico.

Sé que la escultura representa a Héracles, porque una día que salí a fumar, se acercó un profesor de derecho penal mientras prendía su cigarro. Ver a alguien fumando en algún sitio nos hace pensar que el lugar está destinado a reunirnos y hacernos cómplices por el hábito y aunque nada lo sugiera, más que la debilidad por el tabaco, sentimos que hay algo común entre nosotros, algo que nos iguala. Buscando encontrar alguna otra coincidencia, solté una frase y hablamos un rato de ella:

—¿Vió la estatua que está allá, en la placita? —le dije señalando hacia Pueyrredón.

—Sí, es una escultura de Bourdelle,  “Héracles arquero”, Hércules si cuentan la historia los romanos. —me respondió.

—Siempre pensé que era el personaje que hace que el amor suceda. —dije yo.

Se rió muy fuerte, apagó su cigarro en el piso y entró. Desde ese día nunca olvidé a quién representaba ni quién la había hecho, sobretodo porque me causaba gracia que el nombre del autor fuera Burdel. No dejaba de tener alguna relación con el amor después de todo.

Siguen llegando. Suben en manada, algunos lentamente, conversando con el que tienen al lado, otros deprisa, cargando portafolios y carpetas debajo del brazo llenas de papeles. Llevo la mirada de un lado a otro sin mover la cabeza, me detengo un instante sobre uno de barba creyendo que detrás estaba ella, sólo un momento. Pero no es. Sobre las diez y veinte baja torpemente de un taxi que se detuvo casi pasándose de la entrada, vuelve sobre el asiento, toma sus cosas y cierra la puerta del coche. Comienza a subir en diagonal hacia el portal, tan liviana, tan distinta. El vestido que ondula con el viento, dibuja su cuerpo delgado e impetuoso. La cartera larga cuelga de su hombro y lleva entre sus manos una pila de papeles. Todos los días más o menos así, algunos llega luego de cruzar Figueroa Alcorta desde la plaza de Bellas Artes, otros baja del mismo y ostentoso auto gris plata que debe ser de su padre, pero cada vez es ella, más ella que el día anterior. Y yo también siempre yo, siempre el mismo recostado en la columna, la última, siempre siguiéndola con la mirada durante todo el trayecto hasta que se esfuma atravesando la gran puerta de hierro y la pierdo hasta el día siguiente. No sé ni me he preocupado en averiguar cuál es su clase, en qué aula cursa ni a qué hora sale. El momento es ése y espero que un día suceda, que la flecha llegue justo en el instante en que, subiendo el tercer escalón, ella me vea, me mire sin dejar de subir y tal vez cambie el recorrido previsto hacia donde me recuesto inmóvil. O se crucen nuestras miradas en un instante eterno tajado por una flecha que cae oportuna desde una plaza a pocos metros de allí.

Cada día la ceremonia es la misma desde que salgo de casa, hasta que por fin, alrededor de las diez cuarenta y cinco entro al edificio para ocuparme de mis tareas laborales y nada de esto ocupa mis horas. Ni su recuerdo. Todos los días, excepto los domingos a la tardecita cuando me doy cuenta de que la extraño, porque hace dos días que no paso por la sombra del arquero ni me detengo un rato hasta que sube las escaleras liviana y espero que nuestras miradas finalmente tejan un puente. Entonces empiezo a pensar en cuál es su nombre. Busco un papel de la pila eternizada sobre la mesa y empiezo a escribir al dorso de una receta vieja todos los nombres que me vienen a la cabeza, sin pensar, como llegan, como salen por empatía de la memoria. Luego cierro los ojos y con el dedo del cigarro –el mayor, no el otro–, toco el papel, lo recorro suavemente y detengo la mano cuando siento el pequeño relieve, ahí donde la presión de la birome fue distinta, convencido de que un acto así, que parece involuntario tiene que ver con el destino, con algo que el corazón conoce y nosotros no y por eso hace reaccionar al cuerpo de otra forma. No quiero abrir los ojos, voy palpando esa palabra escrita con intención, tratando de reconocerla por el tacto ingenuo de mis dedos hasta que me doy por vencido y me dejo sorprender al abrir los ojos muy lentamente. Este lunes un nombre dará vueltas en mi cabeza al salir de casa, cuando cruce la sombra del arquero, suba las escalinatas y espere.

No todos los domingos son así, a veces salgo a pasear y vuelvo lo suficientemente tarde y cansado como para que el juego del destino no se haga presente.

El invierno empieza a mostrar sus colmillos y el paisaje inexorable, cambia; en las veredas se ven hojas doradas que siguen cayendo de los árboles más rezagados, los zapatos no dejan ver los pies de los que pasan y en el cruce cercano con alguno de ellos no hay roce de piel posible. Las sombra de todo cambió. Es sutil, como una veladura suave que modifica la escena y le quita contraste. Ya no veo esos grandes manchones que en verano son como islas de placer. Ahora todo es plano.

Una mañana de julio, en la que iba tirando humo por la boca, como siempre pero por el frío, en el trayecto de la plaza Dante y luego de pasar la sombra del tilo y la del banco, sin saber porqué, me detengo sobre la del arquero. Algo está mal ahí, algo es diferente, casi no la reconozco. Sin levantar la vista, enciendo un cigarro y busco, recorro cada centímetro cuadrado de la mancha translúcida tratando de entender qué sucede. Navego por la sombra de su cabeza, subo por el brazo extendido y al llegar al arco noto la falta: de ahí hacia arriba ya no está el segmento superior. Levanto la cabeza y la veo por fin en primera persona. Mi corazón comienza a latir tan violentamente que se puede escuchar desde afuera a pesar del ruido intenso del tránsito urbano. Quedo perplejo por la soberbia de la imagen, ahí está Hércules arrojando una flecha con su arco, hincado sobre su rodilla derecha y con la pierna izquierda apoyada sobre un peñasco. Pero ese día al arco le falta una parte. Ya no hay destino posible para la flecha que debe lanzar cada mañana. Luego de un largo rato parado frente al bloque de bronce repentinamente doy media vuelta y comienzo a andar hacia mi trabajo.

Ese día llegué tarde. No hay nadie en las escalinatas, ya entraron todos a clase.

Junio, 2019

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