La casa
De todas las posibilidades que imaginé cuando llegamos a vivir a esta casa, lo que sucedió fue la menos pensada.
Nos mudamos con Marcela al poco tiempo de conocernos. Queríamos estar juntos todo el tiempo, pero no teníamos dinero suficientes para encarar un alquiler. Yo sabía de la existencia del caserón de Guernica, una estancia que pertenecía a la familia y que por alguna razón se mantenía vacía desde que tengo memoria. Hablé con mi tío para para intentar convencerlo de que nos permitiera instalarnos ahí, al menos durante un tiempo. Me dijo: la casa se mantiene en pie porque sigue vacía. No es un buen lugar para ser habitado por personas. No comprendía de que me estaba hablando. ¿Porqué una casa no sería un buen lugar para ser habitado, si esa es su función? Insistí. Mi tío, que supo ser un militante de toda causa, ya no tenía la fuerza necesaria para defender argumentos ni dar razones que confimaran sus decisiones. Sólo me dijo, los últimos que vivieron allí fueron tal y cual; usted ya conoce el final de la historia. Se levantó y fue a buscar en un cajón del armario un manojo enorme de llaves. Me lo dio como quien entrega un corazón, con las manos juntas y me acompaño hasta la puerta.
Estaba feliz; no recordaba qué había pasado con tal y cual, y no me importaba. Lo abracé para despedirme y cuando se cerró la puerta salí corriendo hasta las esquina, donde Marcela me esperaba sentada en un bar.
Al día siguiente nos encontramos en la estación de tren, cada uno con las pocas cosas que llevábamos y salimos para Guernica en un viaje que duró algo más de dos horas. Desde la terminal tuvimos que andar varios kilómetros para encontrar la casa y en el camino preguntamos dos o tres veces a los lugareños cómo llegar. Nadie fue muy preciso en sus indicaciones y todos ellos nos miraron extrañados.
Por fin la vimos a lo lejos; nos apuramos y al llegar, parados a las puertas del jardín, nos abrazamos largamente. Busqué el manojo de llaves que llevaba en la mochila y las fui probando hasta que una abrió la puerta.
Fue extraño ver que la casa parecía haber estado habitada hasta recién. Estaba limpia, tenía todos sus muebles y hasta las camas tendidas. Corríamos como locos de una habitación a otra de las cinco que había, entramos a los dos baños, subimos a la buhardilla, recorrimos la galería sur. Si bien la decoración de toda la finca pertenecía a una época pasada, se veía como un hogar a estrenar, como la vida que iniciábamos con Marcela a partir de ese día.
Acomodamos nuestras cosas en una de las habitaciones de la planta alta y salimos a comprar algunas provisiones.
***
Teníamos algún dinero ahorrado que nos permitió vivir por un breve tiempo sin precuparnos demasiado. Nos teníamos el uno al otro y sólo necesitábamos con qué alimentarnos, mientras probábamos todas las habitaciones, charlábamos en la buhardilla hasta altas horas de la noche viendo las estrellas a través de la claraboya, nos dábamos baños eternos y brillábamos con los días.
Lentamente fuimos dejando los recorridos por toda la casa; elegimos casi sin quererlo una habitación donde instalarnos, y comenzamos a usar sólo el baño que estaba junto a ella. El resto de las habitaciones quedaron cerradas, ya no entrábamos a muchos lugares de la casa que dejaron de parecernos interesantes.
Una mañana, me levanté muy temprano y bajé a desayunar mientras Marcela aún dormía. Noté que el empapelado del salón principal estaba perdiendo su color y los arabescos ya casi no veían. En la cocina faltaban dos sillas. Cuando quise entrar al escritorio a buscar unos papeles la puerta estaba cerrada, sin embargo no le presté demasiada atención a nada de esto y salí de casa rumbo a un encuentro de trabajo. Días después Marcela me preguntó qué había pasado en la galería que la vegetación parecía haberle ganado al piso de mosaicos y le dje que no sabía: ¡hace tiempo que no salimos ahí!
Las sillas de la cocina siguieron desapareciendo y también las del comedor. Cada mañana me fijaba en el avance de la desaparición del empapelado, hasta que un día me di cuenta que en algunos sectores se empezaba a ver el ladrillo. Me preocupó notar que tampoco pude abrir las puertas de algunas otras habitaciones y una noche, al llegar a casa, desde el camino que la geografía de la silueta de la casa había cambiado. Lo que sería el espacio de la buhardilla ya no estaba y tampoco la el perfil del escritorio y una de las habitaciones de abajo.
Dudé si hablarlo con Marcela al llegar y finalmente no lo hice. Ella tampoco me dijo nada de la pared que faltaba al final del pasillo de la planta alta. Para el sábado las dos habitaciones contiguas a la nuestra habían desaparecido. Bajamos a desayunar y nos metimos a la cocina; una de las paredes del salón ya no estaba y se entraba una aire frío insoportable. Mientras Marcela calentaba el café, salí a buscar unos troncos para sentarnos y apoyar las cosas.
Cuando entré de nuevo, me había dejado el café caliente sobre un resto de mesada que quedaba junto a la pileta. Supuse que habría salido a caminar, pero no volví a verla en el resto del día. Quedé absorto repasando todo lo que tenía que hacer para el lunes hasta que un estruendo, que bajó desde la planta alta, me sobresaltó.
Para el verano ya faltaban casi todas las paredes, incluso algunas de nuestra habitación, pero el clima hacía posible dormir ahí sin preocuparse demasiado. Lo más difícil era subir porque faltaba una gran cantidad de escalones salteados que hacía complicada la trepada. Cada noche cuando llegaba a casa, veía el cambio inexorable en el dibujo de esa casa familiar. Quedaban sólo unas líneas verticales y algún techo. Todo un proceso que se había precipitado casi sin que pudiera notarlo, hasta hoy, cuando me desperté creyendo recordar cuál había sido el final de la historia de la que me había hablado mi tío
Agosto 2021
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