Relato

La muerte y la doncella

¿Qué hago acá?, ¿qué mierda hago acá?

—Bueno, pará, no es para tanto; hace mucho que no pasa una cosa así…

—Sí, es para tanto, no ves que esto no cierra por ningún lado. Desde que apareció, todo parecía muy extraño y pensé que no había que seguirla, que había que rajar. Ya desde las primeras señales: la caída de ojos ensayada, el andar displicente mientras se acercaba abriéndose paso entre la multitud y el ruido, y ese tropezón ostentoso, ahí nomás, tan preciso como para tomarse de mi brazo antes de caer.

—No sé, me pareció muy natural, no creo que hubiera premeditación en lo que hacía…

—…por favor, si era tan obvio. Pedía copas en la barra al tiempo que por sobre su hombro miraba hacia la puerta. Creo que había alguien ahí. 

—Sí, sí, me pareció que había alguien, pero no creo que tuviera que ver con esto, qué sé yo, pasó tan rápido… además ella me gustó desde el primer momento.

—Estaba planeado, se podía oler. Las copas se vaciaban, la charla era amena pero cada vez costaba más hacer foco. Además ella, tan resuelta, vamos a casa, en mi coche. Ya pido que lo traigan.

—Otra vez el fantasma de la amenaza, siempre el temor a una vendetta. No se puede vivir con miedo.

Apoyado en una columna, cerca del guardarropas, un hombre observaba la escena, con un gesto de satisfacción en su cara, como si la línea de los hechos fuera perfecta. Como si conociera a aquella mujer que arrasaba con todo a su paso y gritaba al barman para que siguiera poniendo tragos.

Cuando salieron, el hombre ya no estaba ahí; una silueta rezagada apenas asomaba a varios metros del hall de acceso, donde la luz no alcanzaba a hacer visibles los cuerpos, pero que era suficiente para dibujar el humo de su tabaco. Se mantuvo quieto durante el tiempo que duró la maniobra: el guardacoche que estaciona el auto en la entrada, baja y le entrega las llaves a la mujer que termina de ponerse el abrigo. Entran, cierran las puertas y salen arando.

—Cuando salimos, el tipo estaba, cerca de la esquina… fumaba.

—No era él… no estoy seguro en realidad.

—¡Era él!

—Igual qué importa si era o no, nada era lo que parecía.

—Tal vez.

Ella manejó el auto como si la calle estuviera vacía. Pasó semáforos al límite y el límite de los semáforos. En un zig-zag permanente esquivó, hacia izquierda y derecha, cualquier objeto que apareciera delante. Había puesto música a tal volumen que no dejaba que las palabras se hicieran lugar dentro de la cabina; no cabía allí un pensamiento claro. Dobló en tantas esquinas; imposible memorizar un recorrido y se detuvo. A mitad de la noche, frenó el auto en una calle oscura luego de un rally de casi veinte minutos. Bajó, rodeó el auto por detrás y desde la acera hizo una seña indicando la casa a donde iban.

Encendió varias lámparas de la sala en la que entraron; a pesar de eso la iluminación era tenue; una biblioteca llegaba hasta casi tocar el techo sobre una de las paredes, varias pinturas ocupaban las otras, revestidas en roble. Volvió a poner música: esta vez un cuarteto de cuerdas, que proponía unos cuarenta minutos cinematográficos. Sacó unos vasos de la vitrina, sirvió whisky y los dejó sobre una mesa baja, frente a un Chester enorme. Sin decir palabra, desapareció por una puerta de madera muy alta, que probablemente daba a las habitaciones.

—Es una locura seguir acá. ¿Quién es esta mujer?

—La casa es increíble, nunca estuve en un lugar así.

—Poco importa el lugar si esto se va a la mierda; ¿a quién se lo voy a contar?

—Ella es tan hermosa…

—Hay miles de mujeres hermosas.

—¡Me voy ya!

—Esperá, esperá. Se escuchan voces.

Un diálogo sutil venía desde el otro lado; las palabras opacas tras la gruesa puerta de madera por donde ella había desaparecido, no llegaban a cobrar sentido y viajaban por el ambiente como un murmullo indescifrable, cada vez más intenso. Unos minutos más. El vaso intacto en las manos expectantes. La mirada clavada en esa puerta. El picaporte comenzó a moverse; las bisagras chirriaron cuando se volvió a abrir. Su rostro, el de ella, apareció desfigurado por el llanto; el pelo revuelto, el maquillaje manchado y clavó sus ojos en el hombre, mientras seguía caminando hasta detenerse justo frente al él, de pie, al otro lado de la pequeña mesa.

—¡Es ella!

—No puede ser… se parece mucho, pero no, no creo que sea.

—Está cambiada, pero ahora, así, el pelo…

—No puede ser ella, ¿o sí?

—Hay que irse ya de acá.

—Después de tanto tiempo, ¿por qué volvió?

—No, no es ella.

—Termino el whisky y me largo de acá.

—Esperá, si es tendrá que decir algo, sino es sólo una fantasía.

Ella seguía con sus ojos fijos, pero ya no en el hombre sentado en el sillón. Lo atravesaban, como si un recuerdo se proyectara más allá de él sobre la madera que tapizaba una de las paredes. Sacó una pistola que traía en la cintura, enganchada en su pantalón, la tomó entre sus manos que temblaban y disparó tres tiros histéricos que se estrellaron en muebles, jarrones y copas. Respiró profundo, lo miró directo a los ojos y con total serenidad gatilló un cuarto que impactó en medio del pecho de ese hombre sentado en el sillón.

Él bajó la cabeza y vio cómo la sangre brotaba del hoyo pequeño y bordó. El vaso de whisky se desprendió de su mano y se hizo trizas contra la alfombra mientras él se desplomaba hacia un costado.

—Te dije —Exhaló.

Julio 2022

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