Por qué caminar
Creo que empecé con mis caminatas sólo para recordar. Supongo que también lo hago para recuperar el aire perdido, pero desde que salgo cada mañana para hacer mis 5 kilómetros, en el trayecto no dejan de llegar a mi historias que tenía totalmente olvidadas, recuerdos que estaban escondidos en huecos que no visito a menudo. Hoy estaba nublado y hacía más frío que de costumbre para esta época del año; me costó entrar en calor. El viento me hacía lagrimear, tenía los labios resecos y las manos desnudas no volvían en sí por más que las frotara. La misma sensación que tenía en las noches de invierno, en Bellas Artes, cuando estudiaba escultura, salvo por el lagrimear que no era provocado por el viento. La calefacción era escasa y las manos hundidas en la arcilla húmeda empeoraba las cosas. Como ahora, era sentir la determinación profunda del deseo cualquiera sea la hostilidad que hubiera que soportar. Cada tanto, cuando la determinación flaqueba, íbamos a la cafetería por un café caliente o un vaso de vino. En esa época yo insistía con el café. Era el momento de la charla: se hablaba de filosofía como podíamos o se discutía sobre movimientos artísticos. Fue en medio de uno de esos intermedios cuando la vi entrar. Tenía un gorro de lana de colores, encajado hasta arriba de los ojos, un sacón grueso, con el cuello levantado, que le hacía difícil maniobrar con los bastidores que llevaba bajo el brazo y la caja de óleos que traía en la otra mano. Avanzaba entre las mesas y los estudiantes, y a su paso se llevaba puestos bancos, personas y lo estuviera en su camino. Pero no era torpeza, más bien era su actitud distraída, como si estuviera en otro plano, mucho más lejos de ahí que el resto de nosotros. Sus ojos eran profundos e hipnóticos y parecía que nos atravesaba con su mirada, como si enfocara en un punto más allá de los cuerpos. Estaba absolutamente impactado, quedé en silencio sólo observando su paso, hasta que uno de los compañeros que compartía mesa conmigo me sacó del trance, zamarreando mi hombro.
—¿Quién es? —Le pregunté señalándola con un gesto.
—No sé, creo que es la piba nueva; llegó hace poco y no habla casi nada de español. Pero no la conozco más que por lo que me contó Paula.
Así un rato en el que trataba de explicarme quién era mezclado con el problema del construcitivismo ruso, el advenimiento de Kandinsky y Malevich y la pregunta obvia de cuál era mi posición al respecto. Ni bien pude desenpolvarme de aquella maraña intelectual levanté la vista y ya no la vi. Pregunté a qué curso iba, qué días venía a la academia, a qué talleres asistía. Desde ese día la seguí buscando. Recorría las aulas, iba a la cafetería a la misma hora todas la noches, y mientras tomaba un café esperaba verla aparecer, con su torpe distracción. Cuando volví de mi caminata diaria, me seguía el recuerdo de esos días, del frío, los ojos humedecidos y los labios resecos. Lo primero que hago, luego de una elongación mínima, es entrar a la cocina a preparar un café. Mientras lo tomo pienso sobre cuál de todas las corrientes artísticas del siglo XX discutíamos ese día.
Agosto, 2021
—-