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Conoció a Clara en una visita que ella hizo a Buenos Aires junto a su padre. Un comerciante que viajaba periódicamente en busca de acuerdos para exportar granos y cabezas de ganado que producía en sus tierras. Habían llegado luego de varios días de viaje por caminos insondables, a pesar de que era la ruta marcada para llegar a destino, montando una galera tirada por dos caballos.
Él era un dependiente de la Aduana Oficial y desde que entraron a la oficina, no pudo dejar de mirarla; esa joven de quince años lo cautivó por completo. Sintió la torpe voluntad del enamoramiento y dejó caer las carpetas que llevaba entre las manos. Mientras el encargado lo regañaba a toda voz, Clara salió de la oficina aturdida por los gritos. La reprimenda terminó con una orden para que acomodara el desastre, abandonara la oficina y los dejara solos.
Afuera, a unos metros de la puerta, ella leía su libro mientras esperaba verlo salir con el alma y como el alma siempre tiene razones, él apareció con la cabeza gacha mientras armaba un tabaco, murmuraba insultos y chocaba con ella cuando iba a encenderlo.
Hablaron todo lo que duró esa reunión dentro de la oficina y el encuentro terminó cuando el padre de Clara la tomó de un brazo y la arrastró entre la multitud del puerto; antes de desaparecer, ella giró la cabeza y pudo leerse en sus labios: ¡Escribime!
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Las cartas de amor solían tener tiempos que ahora es difícil comprender. Sentarse a escribir sobre sentimientos y deseos implicaba un ritual del que eran parte un recipiente con tinta, alguna pluma a la que se modelaba la punta con una cuchilla y, probablemente una vela —¿quién escribe de día?—. Quizás varias horas de desvelo entre manchones al dibujar el punto de una i, o peor aún, en el subrayado de la firma cuando ya todo había sido entregado, algo de vino y la búsqueda de las palabras justas. Una vez que se entrega la carta, ya no podía ser corregida. El encargado del reparto epistolar partía raudo hacia el destino de las letras. Lo que ahí se dejaba escrito debía tener el sentido más profundo y exacto de lo que debía ser escuchado por el receptor. Lo que seguía era una larga espera; ese hombre a caballo cargando morrales de cuero llenos de papel y tinta en busca de los ojos que esperan. La lectura cuidada, letra a letra, la duda que provocan las caligrafías, el manchón que vino sobre ellas, que provoca ternura. Sentir. Luego, pensar la respuesta y de nuevo el mismo ritual inverso antes del paso del chasqui. Flotando en la atmósfera, quedaban las mil posibilidades de que la carta no se hubiera leído: un extravío, la caída del sobre al agua en el cruce de un río, el ataque de una horda salvaje en el camino del mensajero, el olvido.
La máquina de escribir vino a simplificar el ritual a la hora de expresarse, pero el correo sigue siendo el que se roba toda espectativa inmediata y el enemigo de las ansiedades: barcos hundidos, trenes que descarrilan, el sentimiento extraviado entre pilas enormes de papel plegado. Lo que sigue siendo indispensable es ser preciso y auténtico. Siempre lo es, pero aquí no hay tiempo de deshacer sin daño. De eso no habrá duda, aun cuando sean aviones los que transporten a un lugar remoto las letras que alguien espera y que otro alguien decide mostrar sin ropas. Así y todo, hay un vacío en la incertidumbre de la respuesta siempre postergada. En ese tiempo de vacío se pierde vida o se gana vida, se tejen suposiciones como en un sueño y se va aprendiendo cuál es la forma, sólo para entender tiempo después que hay un error en la suposición, volver a empezar y toma años despojar el mensaje, las respuestas importan y las preguntas definen. Es un diálogo complejo con tantos protagonistas como momentos transcurren a través de un hilo que creemos rojo. Las equivocaciones son definitivas; las manchas no se quitan con nada y el desvelo es parte de toda la comunicación, también las presunciones. El teléfono no puede usarse para estos menesteres, y si bien fue una herramienta cada vez más cotidiana, ¿quién correría el riesgo de dejar sus palabras desnudas en una voz temblorosa? ¿quién sería capaz de exponerse te tal modo? Las grandes declaraciones deben quedar impresas y la costumbre de esperar respuesta forma parte del hábito romántico.
Hace no mucho tiempo, Clara empezó a recibir emails; impecables, sin manchas ni firmas subrayadas, pero con la estampa de la hora de envío que mostraban parte del ritual original y si bien una vez presionado el botón de “enviar” lo dicho no podía detenerse, la comunicación acortó sus tiempos con la ausencia de catástrofes posibles que pudieran demorar las respuestas. Idas y vueltas que no tomaban mucho tiempo y mantenían la llama encendida con la leña que llegaba desde la otra punta de un cable; no era necesario mirar a las estrellas ni construir una imagen ideal sin referencias. Poco tiempo para imaginar un otro, porque el otro estaba ahí antes de que se pudiera construir internamente su perfil ideal. Escribían alimentados por lo que traen las palabras que llegaban como un eco, porque de alguna forma, el que está del otro lado sigue siendo uno mismo y el destino de ese mensaje son los propios ojos que se humedecen cuando son deseados. Un fervor que los compele a escribir para obtener la respuesta que se intenta provocar, la que ya estaba escrita. Fue mágico y así duró muchos años. Sin embargo, cuando empezaron los mensajes instantáneos, todo se hizo más vertiginoso, los encuentros empezaron a ser efímeros y condicionados por otras señales: la presión de una respuesta inmediata, el color que indica una confirmación, los puntitos que flamean mientras el otro escribe y pensar rápido para evitar una crisis del sistema.
Cuando el dependiente del correo salió con la carta para Clara, sabía que el viaje iba a ser largo. Cabalgó varias horas y a la altura de La Pampa, cerca de la frontera norte, se detuvo a comer algo, dormir unas horas y dejar descansar al caballo. En la posta había varios otros cumpliendo alguna tarea similar, pero lo que a todos los hermanaba era el vino y la charla política. No había acuerdos entre estos hombres sobre la ley promovida por Avellaneda y la discusión se acaloraba, empujada por los tragos. —quisiera escribir esta parte como lo haría Borges— El precario mobiliario de la pulpería tambaleaba hasta que finalmente rodaron los pequeños bancos de madera en el arrebato de dos hombres que empuñaban sus cuchillos, mientras que el resto permanecía inmóvil frente a lo inevitable.
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Durante días Clara esperó esa carta cuyo destino final fue un río en La Pampa, dentro de un morral, colgado al cuello de un mensajero sin nombre. Los tics nunca se pusieron azules.
Julio, 2021
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